La Pandemia Como Sinopsis Del Futuro
La Pandemia Como Sinopsis Del
Futuro
Por Osvaldo Buscaya.Febrero 17 de 2021
En
los antecedentes de la civilización las tribus en sus luchas
eliminaban totalmente a los vencidos hasta, que surge la “brillante
idea” de no liquidar los vencidos sino utilizarlos como esclavos.
En este procesamiento de la civilización amo/esclavo, señor/siervo,
etc., se “evoluciona” en los métodos de poder hasta la
revolución industrial, donde la masa servil se transforma en
consumidor mediante lo denominado representante/representado, en la
corriente económica oferta/demanda. Esta “evolución” de los
precedentes siglos, sistemáticamente, lleva a una superproducción
inconmensurable de bienes y servicios de todo uso, y orden sobre la
creciente superpoblación, que le permite al poder mundial
globalizado con su control mediático, utilizar la carencia de un
pensamiento crítico de una masa mundial adormecida y conformista,
para retornarla a su rol real de esclavitud, mediante la irreversible
mundial destrucción económica/social con el siniestro exitoso
experimento del falso discurso del elemento denominado coronavirus.
Osvaldo
V. Buscaya (OBya)
Psicoanalítico
(Freud)
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14.FEB.21
| PostaPorteña 2185
La
Pandemia Como Sinopsis Del Futuro
Por
Hoenir Sarthou
Pronto
se cumplirá un año desde que la OMS declaró la pandemia. A partir
de esa declaración, en el mundo comenzaron los enclaustramientos, la
paralización económica, el cierre de empresas, la pérdida de
empleos, la suspensión de cursos lectivos y de toda clase de
encuentros sociales, la postergación de la atención de otras
enfermedades, se profundizaron el teletrabajo y la telecomunicación,
se impusieron el distanciamiento físico, los tapabocas, el control
social por medios virtuales, la censura en las redes sociales y
restricciones severas al derecho de reunión, la libertad
ambulatoria y las garantías individuales.
Hoenir
Sarthou Voces 10 febr. 2021
Los
debates que despiertan esas medidas, así como los que genera la
propia declaración de pandemia, suelen estar centrado en los
motivos, tanto de la declaración como de las medidas. Unos afirman
que la pandemia es real y gravísima, y que las medidas son
indispensables para demorar el contagio y evitar la saturación de
los centros hospitalarios, mientras que otros sostienen que todo el
fenómeno es un plan elitista destinado a acumular riqueza y poder,
cuando no a esclavizar o exterminar a la humanidad. Entre medio,
obviamente, hay una enorme gradación de credulidades y escepticismos
que no tiene sentido reseñar aquí.
Lo
que me interesa considerar hoy no son los motivos de las políticas
pandémicas, sino las condiciones que las hicieron posibles.
La
humanidad ha soportado muchísimas epidemias y pandemias en el
pasado, y nunca, en toda la historia, se habían adoptado en forma
simultánea y global medidas tan drásticas para evitar el contagio
como en este caso. La pregunta obvia es, si esas medidas son buenas y
necesarias, ¿por qué no se adoptaron en el pasado? Y, si no lo son,
¿por qué se adoptan ahora?
Mi
hipótesis es que esas medidas son posibles hoy, y no lo eran en el
pasado, porque el trabajo humano –e incluso el consumo humano-
están perdiendo abrumadoramente su papel y su valor relativo en la
economía (tomen esta afirmación como hecha en borrador; es una idea
que apenas estoy considerando y, como no soy economista, puedo
cometer imprecisiones o errores que agradeceré se me señalen).
Mientras tanto, sigo adelante.
En
una oficina, con un celular y a lo sumo una computadora, una persona
puede cumplir tareas que antes requerían a cinco, seis o diez
personas (¿qué fue de las telefonistas, recepcionistas y
secretarias, de los cadetes y archivistas, de los dactilógrafos y
gestores?). En la industria y en la agricultura, las máquinas
“inteligentes”, o dirigidas por una persona a través de
sofisticados sistemas de computación, pueden hacer el trabajo de
cientos o miles de obreros. Incluso las tareas técnico-profesionales
tradicionales (médicos, abogados, contadores, etc.) podrán ser
sustituidas pronto, en su mayor parte, por máquinas que tendrán
menor margen de error que los humanos. Y la robótica anuncia cosas
aún más sorprendentes.
Para
el paradigma marxista, en qué producción equivalía a trabajo
humano, el trabajo humano equivalía a explotación, y el valor
de los objetos equivalía al trabajo humano condensado en ellos, la
noticia es desconcertante. No menos lo es para el tradicional
discurso conservador, para el que el trabajo y el ahorro eran la base
de la fortuna.
En
síntesis, el funcionamiento del mundo demanda cada vez menos
trabajo. A lo sumo, un reducido contingente de científicos y de
técnicos altamente calificados podría hacer todo lo necesario.
Eso apareja una consecuencia dramática: en términos de producción,
buena parte de la humanidad es innecesaria y podría ser considerada
prescindible.
Cada
vez que he esbozado esta idea a alguien más versado que yo en
economía, la reacción ha sido estirar los labios y mover la cabeza
en señal de desaprobación. “No, – me dicen- porque ¿a quién
se le vendería la producción si la gente no tuviera capacidad de
compra y de consumo?”
Hasta
ahora no me había animado a responder a esa objeción. Pero algo me
da vueltas en la cabeza. ¿Y si estamos manejando un
paradigma viejo? ¿Y si la riqueza no consiste en producir mucho,
vender mucho y ganar mucho dinero? ¿Y si el dinero no fuera la
verdadera medida de la riqueza, o fuera sólo la medida de riqueza
que manejamos los pobres?
¿Cuál
es el único valor absoluto, aquello que asegura poder y capacidad de
intercambio en forma indefinida?
Parece
obvio: el control de recursos finitos e indispensables para
la vida.
Si
alguien lograra controlar, por ejemplo, el agua, la tierra productiva
y las semillas (tres cosas que, juntas, todavía siguen equivaliendo
casi a la comida), fuentes de energía, algunos minerales, productos
químicos y ciertas tecnologías, tendría verdadera riqueza y, sobre
todo, poder absoluto. Lo otro, el dinero, las acciones, los bonos,
los créditos, son valores políticos. Dependen de la estabilidad de
los Estados y de las empresas para defenderlos. De hecho, sus valores
suben o bajan en función de jugadas especulativas y de decisiones
políticas.
Les
propongo un ejercicio distópico. Supongamos que alguno de nosotros,
siendo ya muy rico, obtuviera el monopolio de un recurso
natural escaso e indispensable, por ejemplo, un mineral raro
necesario para desarrollar ciertas tecnologías. ¿Qué le
convendría más? ¿Extraer mucho y venderlo masivamente para ganar
mucho dinero, o extraerlo dosificadamente y venderlo a mejor precio,
para que dure más y adquiera mayor valor de intercambio?
La
respuesta es obvia. Porque seguir controlando un recurso
estratégicamente necesario es mucho más valioso que
cambiarlo por dinero cuyo valor es inestable. Si ese razonamiento
fuera acertado, y el consumo masivo de bienes escasos no fuera el
mejor negocio, gran parte de la humanidad sería innecesaria,
ya no sólo como productora sino también como consumidora.
Tres
cosas fortalecen la hipótesis que estamos analizando: 1) Las grandes
fortunas del mundo –fuera de la actividad financiera que siempre
tuvieron- están invirtiendo en tierra y recursos naturales,
investigación biogenética, química, agroindustria y nuevas
fuentes de energía (Bill Gates, por ejemplo, parece haberse
convertido recientemente en el mayor propietario de tierras agrícolas
de los EEUU). 2) El Fondo Monetario Internacional les está
suministrando dinero a los Estados a manos llenas y, por primera vez
en la historia, les aconseja gastar sin restricciones. 3) Desde hace
algún tiempo, se habla insistentemente, ya no sólo en círculos
académicos sino políticos y económicos, de instaurar
alguna clase de renta básica universal.
Si
los muy ricos invierten en cosas tangibles y en tecnología, si el
FMI aconseja derrochar dinero, y si se maneja la idea de
suministrarlo a los pobres, son señales claras de que el
concepto y el valor del dinero podrán no ser ya lo que eran.
La
relación entre trabajo y dinero ha sido el gran eje
vertebrador de la vida social durante muchos siglos. Por eso, la idea
de un mundo en que el trabajo sea prácticamente innecesario y el
dinero deje de provenir del trabajo para convertirse en dádiva
estatal, o de poderes fácticos que controlan los recursos necesarios
para la vida, es especialmente inquietante. Es un cambio que rompe
todos los esquemas, tanto los del capitalismo clásico como los del
marxismo, y, me atrevería a decir, de casi cualquier “ismo”
económico, político o filosófico que ande por ahí. Que la riqueza
no dependa del trabajo es una noticia muy removedora, sobre todo para
quienes han vivido siempre de su trabajo.
La
progresiva irrelevancia del trabajo en la economía determinará un
creciente desnivel en las relaciones de poder entre quienes detentan
los recursos valiosos y quienes antes suministraban la fuerza de
trabajo. ¿A quién hacerle huelga y reclamarle aumentos, laudos,
paritarias y consejos de salarios, si la producción de riqueza no
requiere ni depende del trabajo? Es más, ¿qué clase de
democracia política podrá existir si el mundo se transforma en un
gigantesco MIDES, con millones de desocupados que dependen de rentas
básicas financiadas por aportes de ricos que no necesitan del
trabajo ajeno?
Es
imposible no relacionar esa inminente pérdida de valor y de poder de
negociación del trabajo con las políticas pandémicas.
Un
mundo que puede darse el lujo inédito de cerrar sus pequeñas y
medianas empresas, perder millones de puestos de trabajo, condenar a
la pobreza a más de cien millones de personas (datos de la ONU) era
impensable hace pocas décadas. Es la pérdida de significación del
trabajo en la economía mundial lo que lo hizo posible.
Cabe
preguntarse cuál será el destino de los miles de millones de
personas que no tendrán trabajo en los próximos años. Porque
la pandemia no hizo más que acelerar y facilitar un proceso que ya
estaba en curso. Un proceso que probablemente concluirá por
considerar económicamente excedentaria a buena parte de la
humanidad.
Y,
claro, esa parte excedentaria de la humanidad no puede aspirar a que
se la mantenga empleada, ni a una educación que le permita razonar
con lucidez, ni a atención médica de calidad, ni a un marco de
libertades y derechos que la vuelva incontrolable. Es mejor
que esté asustada, deprimida, social y humanamente aislada,
recibiendo información controlada a través de los medios y las
redes, sometida a vigilancia virtual por su propio celular y su
propia computadora. Y que se maneje como pueda.
Cualquier
parecido entre ese mundo distópico y esta prolongada sinopsis del
futuro que estamos viviendo no parece en absoluto una casualidad.
PostaPorteña